María Consuelo no podía apartar su mirada del libro que su joven nieta estaba leyendo. No le cabía en la cabeza cómo alguien pudiese llegar a devorar una novela con tantas páginas, y, para colmo de males, con letra tan diminuta. A sus ojos, la muchacha era un genio; una mente extraordinaria que había descendido, no sabía por medio de qué artificio, de ella, una campesina ignorante que apenas llegó a cursar la escuela primaria.
-¿Te presto un libro para que leas conmigo, abue?- le preguntó la muchacha sin apartar los ojos de su ejemplar.
-No, Mija. ¿Cómo se le ocurre? Eso es pa’ los inteligentes como usted. ¿No ve que yo no entiendo lo que leo?
De pronto la nieta cerró de un golpe su libro y se quedó mirando fijamente a la anciana. No podía creer lo que acababa de escuchar. ¿A caso estaban en la Edad Media para que solo los elegidos accedieran a la palabra escrita? ¡De eso nada!
-¿Cómo que no entiendes? ¿Qué has intentado leer para que estés tan segura de eso?
-El periódico, la Biblia, los textos escolares de mis hermanos… No, mi amor, conmigo es tiempo perdido. Yo soy muy brutica pa’ eso de las letras.
Indignada por el modo en el que su abuela hablaba de sí misma, la joven se levantó del sofá y con la rapidez de quien conoce su biblioteca de cabo a rabo, sacó de uno de los estantes un pequeño librito de pasta verde y lo puso en manos de la anciana.
-Cuento de Navidad- leyó María Consuelo, sonriendo porque el título le recordaba a su época favorita del año.
-Léete este libro, abue, y lo que no entiendas, me lo preguntas.
Y así pasaron los días y, con ellos, las palabras de Charles Dickens ante los ojos de la anciana. Para su sorpresa, no tuvo que pedirle ayuda a su nieta, ni realizarse interrogante alguno. Bueno, solo una cosa tuvo que preguntarle, y solo al final: .
-Mija, ¿será que usted puede prestarme más libritos, de esos que yo entienda?
Historia inspirada en una experiencia de una lectora anónima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario