martes, 12 de enero de 2021

Historia de un lector #20


 Federico se hallaba sentado en la cafetería de la universidad y degustaba su primer té de la mañana, aprovechando los quince minutos que faltaban para comenzar su segunda clase. Sin embargo, como buen maestro, aun en sus momentos de descanso estaba disponible por si algún alumno lo requería, como ocurrió en aquel instante.

-Profesor. ¿Le puedo hacer una pregunta?- le indagó Samuel, sentándose a su lado.

De improvisto, Carlos, que había llegado con Samuel, le dio un codazo a este último y lo fulminó con la mirada.

-Claro que sí. Cómo no. Dime qué necesitas- respondió Federico con buen humor, ignorando la actitud de Carlos.

-Es que aquí mi compañero dice que la autoridad siempre debe respetarse, pero yo pienso que no debería de ser así.- expuso Samuel, mirando fijamente al maestro.- A veces las normas deben saltarse. ¿No cree usted, profesor?

Federico sonrió, mientras convidaba a Carlos a tomar asiento enseguida de su amigo, cosa que este hizo, pese a su evidente incomodidad.

-Les contaré una pequeña historia- comenzó Federico en voz baja.- Alguna vez hubo un niño muy brillante con los número; tanto así, que su padre, desde muy pequeño, ya había decidido que cuando el chico creciese, sería un exitoso ingeniero. Pero había un problema y es que el pequeño prefería las letras, y continuamente su padre lo encontraba “perdiendo el tiempo” en la biblioteca de su casa. Así, entonces, el señor se deshizo de todos los libros que tenía y le prohibió volver a leer literatura. El niño, destrozado, le contó la situación a su hermana mayor, que no vivía con él, y esta le prometió que le prestaría sus novelas a escondidas. Y así fue. Los años fueron pasando, mientras el muchacho devoraba una infinidad de historias, a espaldas de su padre. Para cuando el padre se enteró, ya el chico era todo un hombre, capaz de revelarse ante sus deseos, por lo que no pudo hacer nada para evitar que su hijo siguiese el sueño de ser profesor de Literatura.

Federico se paró de la mesa, para dirigirse al salón; pero antes les dirigió unas últimas palabras a los muchachos.

-Ese niño fui yo, y no me arrepiento de mi rebeldía.

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