Desde que su primo le narrara las maravillosas aventuras de Frodo Bolsón, no había día en el que Carolina no le insistiese a su madre que le comprara uno de esos maravillosos artilugios que transportaban, a quien se acercaba a ellos, a mundos desconocidos y fascinantes.
Empero, Estefanía, como se llamaba la susodicha, solo vio en aquello un capricho pasajero, por lo que esperó pacientemente a que este desapareciera. Mas pasó un mes y la niña continuaba con la idea de querer leer, así que no tuvo otro remedio que satisfacer su deseo.
Pero, aunque hubiese accedido a la demanda de su hija, Estefanía no pensaba ir a una librería costosa, sino a algún local clandestino que le vendiera una copia económica de un libro. Y justo eso fue lo que hizo.
Una vez hecha la compra, por una ridícula cantidad, Estefanía le anunció a su hija que le tenía una sorpresa, y esta, viéndola llegar con una bolsa rectangular, corrió a abrazarla y a quitarle el paquete de las manos.
En un santiamén, Carolina sacó el libro de su empaque; no obstante, en cuanto lo vio, su sonrisa desapareció por un momento. La portada era de un color azul insulso y lo único que la adornaba era un título, que rezaba “Mujercitas”. “Pero bueno, quizá el libro es mejor de lo que aparenta”, pensó, volviendo a sonreír.
Esa misma noche Carolina abrió el libro, pero en menos de quince minutos, lo apartó de su vista y lo archivó en su habitación. Y es que las letras eran tan pequeñas y se apretujaban tanto en las páginas, que la niña no logró concentrarse y mucho menos interesarse en la historia. Desde ese momento se convenció de que los libros no estaban hechos para ella.
Así pues, tuvieron que pasar muchos años para que Carolina volviera a intentar leer. Pero, por suerte, esta vez lo hizo en una biblioteca, con un ejemplar original y muy bien cuidado, de la misma obra que un día fue incapaz de apreciar en una edición pirata y mal traducida.
Historia inspirada en una experiencia de una lectora anónima.
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