Era más fácil decírselo a un perro. Un can no lo juzgaría, y menos tratándose de aquel que se jactaba de ser tan culto. No. Definitivamente Sherlock lo entendería y sentiría su mala fortuna. Él comprendería que si existía su vergonzoso secreto, era por carencia de recursos y no por falta de interés.
-Te confieso que nunca he leído un libro- le escribió, después de mucho pensarlo.
Sherlock no respondió de inmediato, y el tiempo que tardó en hacerlo se le antojó eterno a Alberto. ¿Y si se había equivocado y, después de todo, el perro se estaba burlando de él en ese instante?
-Nunca es tarde para hacerlo. Tengo algunos libros con los que podrías comenzar tu vida como lector- leyó Alberto, sorprendido, la contestación.
Sin duda, aquel personaje quería ayudarlo. Lástima que en su caso eso iba a ser imposible. Tenía que explicarle su situación y eligió un mensaje de voz para hacerlo.
-No. No me hagas recomendaciones que no voy a poder seguir. Yo vivo en un pueblo con mi familia y lo que gano trabajando no me alcanza para comprar libros y, como tengo que ocuparme de mis hijos, tampoco puedo estar viajando a la ciudad para prestar en la biblioteca. No, Sherlock. Eso de leer es para gente como mis amigos, que no tienen obligaciones y que les sobra el dinero; no para un padre responsable y humilde como yo, que a duras penas le alcanza para mantener un hogar.
Esta vez, la réplica fue rápida pero, al igual que la anterior, también inesperada:
-Te enviaré algunos libros virtuales cuyos derechos de autor han caducado y que, por ende, son de dominio público.
Dos horas después, cuando Alberto se encontró leyendo “Las aventuras de Sherlock Holmes”, desde su celular, no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Fue en ese momento cuando tuvo la certeza de que leer no tenía por qué costar dinero, sino que, por el contrario, era un pasatiempo que enriquecía a todo aquel que lo llegaba a adoptar.
Historia inspirada en una experiencia de un lector anónimo.
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