Una vez me encontré a solas con mi madre, me quedé un largo rato mirándola expectante. La verdad es que esperaba que comentara algo agradable acerca del chico que le acababa de presentar pues, a mi parecer, la cena había resultado muy favorecedora para que se forjara un buen concepto de él. Pero, luego de unos minutos, comprendí que no diría una palabra al respecto, por lo que decidí cuestionarla.
-¿Y bien? ¿Cómo te pareció?
Mi madre abrió la boca para responder, pero la volvió a cerrar de inmediato. Después apartó los ojos y empezó a juguetear con sus manos. Ante aquellas muestras típicas de nerviosismo, también yo empecé a inquietarme.
-Mamá…
-Bueno, hija- comenzó a hablar al fin- Me parece que es un buen muchacho. Es educado, bien parecido, se nota que te quiere, pero…
-¿Pero qué, mamá?- la apremié con el corazón en la mano.
-Pensé que dado tu amor desmedido por la literatura, elegirías a un hombre igual o más apasionado por las letras que tú. Pero, por su lenguaje, se nota que ese jovencito no es un lector… o, al menos, no uno muy bueno.
¡Así que era eso! Respiré aliviada y sonreí para mis adentros. No era la primera persona que me hablaba de aquello y seguramente no sería la última. Por suerte, yo tenía bien preparada mi réplica.
-Te equivocas, mamá. Él sí es un lector, y de los mejores- le dije y ella me observó con escepticismo.- Cuando lo conocí, se interesó por descifrarme, sin darle mucha importancia a que mi portada no fuese tan llamativa como las de otras. Se acercó a mí sin afanes; con curiosidad pero con mucha delicadeza. Nunca se conformó con lo superficial, sino que desde un principio supo leerme entre líneas. No se amedrentó con los defectos de imprenta, ni con los desgastes de mis páginas. Además, si aún hoy continúa leyéndome, debe ser que le ha gustado mucho la historia.
-Me retracto. Ya veo que sí es un lector. Un lector con muy buen gusto- dijo mi madre antes de abrazarme.
Historia inspirada en una experiencia de una lectora anónima.
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